Esa mirada triste y a la vez traviesa.
Ese rostro tan peculiar que te dejaron las marcas de la niñez, en la
lucha por ganar el espacio que tu hermano te negaba.
Esa fuerza interior y tenacidad
que te permite cumplir con lo que te propones.
Esa belleza interna que tratas de soslayar por timidez.
Dios te bendijo, hijo,
desde el mismo momento en que llegaste a esta tierra.
Dios envió un ángel que con sus alas
–invisibles pero seguras–, te empujó a la vida.
Luchaste, sobreviviste.
Y seguís peleando porque cada obstáculo
te permite medir tus fuerzas.
¿Qué más podemos pedir?