Camino pausadamente por el sendero arbolado, al final está la casa paterna. Hay algo en esa visión que me detiene: los muros pálidos y las ventanas cerradas que se guardan misteriosos a los ojos del visitante.
Mis pasos se hacen cada vez más lentos, quiero prolongar el tiempo que me queda para llegar a la puerta, muda protectora de sus moradores.
Las piernas me tiemblan y parece que pisara en el vacío, sin avanzar; la figura de la casa paterna me provoca pánico y una pared invisible impide que llegue. Siento los latidos del corazón en la garganta, la vista nublada y mis manos… mis manos se agitan en el aire con desesperación. Paro… respiro profundo, tan profundo como mis pulmones me lo permiten, masajeo los brazos, las piernas, mientras me repito como un latiguillo:
-Debo llegar, debo entrar.
Estoy agotada y triste, con esa tristeza permanente que queda como secuela de la depresión causada por la pérdida de un ser querido, y los libros son los únicos compañeros en esta crisis, hundirme en la lectura me permite flotar en el tiempo y olvidar por momentos ese dolor que se enclaustró en mi alma y no quiere desaparecer.
La casa está muy ligada a la imagen de mi padre. Ese anciano de cabeza cana y ademanes calmos que con su estampa llenaba cualquier habitación donde se encontrara; la voz grave podía henchirse de ira ante la injusticia, en explosiones de un minuto que lo dejaban exhausto, o tomar el matiz de la caricia cuando decía palabras tiernas.
Desde su muerte no he podido volver. Apenas lo despedí tomé las vías que serpentean entre la arena y las matas, arraigadas con fuerza para evitar que el fuerte viento las desplace. Así me sentía yo, como las matas, arraigada a su recuerdo.
La estación está solitaria, es el hito que sortean los hijos del pueblo que se van o aquellos que regresan al hogar con la cabeza baja y el corazón dolorido. Las vías del tren serpentean entre la arena hasta el infinito.
Aquellas vías, encarnan el desgarramiento que produjo en mí la partida de mi padre.
Durante todo este tiempo me vi sentada a la vera del mar, de espaldas al mundo, acompañada sólo por las remembranzas. Evoco sus palabras llenas de ternura, los consejos acertados, a pesar de que me negaba a aceptarlos por la terquedad de mis años.
Ahora, con la cabeza entre las manos, ansío la posibilidad de volver al pasado como esas aguas que lamen la arena y vuelven mansas al mar. Me abrazaría a él y lucharía con el destino para que no lo arranque de mi lado. Con la voz desgarrada pregunto por enésima vez:
– ¿Padre, dónde estas?
Lelia Di Nubila
