“Querida amiga:
No te imaginas cuánto necesito de tu compañía en este momento.
En el tiempo que llevamos sin vernos pasaron muchas cosas, para ser más exacta me ocurrieron muchas cosas, hechos lamentables como la pérdida de Miguel, mi hermano. Lo más triste de ello es que, hasta el momento, a pesar del trabajo policial, el cuerpo no aparece.
Estoy desconsolada y extraño tu presencia.”
Cuando llego a este punto de la carta, viene a mi memoria el verano pasado en casa de Manuela, nuestros paseos por el bosque cercano: un lugar calmo donde los únicos sonidos eran el canto de los pájaros o el crujido de ramas tras la fuga de una liebre o un venado. Nuestras conversaciones se dirigían, invariablemente, a su familia.
Con la carta apretada en mis manos pienso en él: hermoso, de rasgos irregulares y manos lánguidas, era la representación de una persona débil ante los riegos del mundo. Se enredó en una relación amorosa con una mujer fuerte que lo contuviera, quien estaba casada, y esto generó la maledicencia en las reuniones sociales.
La familia de Miguel se sentía molesta por aquel descaro. Quedaba a la vista, que una mujer con tal carácter dominaba la relación, y lo hacía a vistas de su marido para crear una situación que lo enfureciera.
Pienso en mi amiga: erguida, a la defensiva, con el abrazo protector a Miguel y la mirada atenta, observando siempre el entorno. Algo en su interior le decía que ese joven la necesitaba, y él lo exteriorizaba acurrucándose en el hueco del brazo que se le tendía.
En las largas tardes del verano el tema era recurrente entre Manuela y yo.
Me contaba su sufrimiento por esta situación, se sentía impotente para romper los lazos enfermizos a los que estaba atado su hermano, y temía por el final.
Rápidamente tomo papel y lapicera para contestar a su pedido de socorro, pero mi mente está en blanco, mis manos tiemblan y sólo pienso en Manuela, mi amiga de toda la vida que me necesita.
Automáticamente me prendo del teléfono para reservar pasajes, debo estar con ella…
