Su madre consideró que tenía mucho tiempo libre y había que ocuparlo en algo más que juegos solitarios y lectura, un día apareció con un cuaderno pentagramado, lápiz y borrador y le entregó simplemente diciendo: “A partir de mañana vas a estudiar piano…”
Sintió miedo ante esta decisión pero la acató sin una palabra, sin un gesto. Obediente, tomó sus clases pero además de aprender a ejecutar un instrumento le sirvió para desarrollar sus habilidades educativas, ocupaba el tiempo ayudando a la profesora, dando clases a aquellos que estaban en un nivel más bajo.
No fue suficiente, su madre le incorporó el estudio de tejido y bordado en un colegio religioso. El resultado fue el mismo: ayudaba a atender los pequeños del jardín de infantes que allí funcionaba y luego, hasta que la buscaran al anochecer para el regreso a su casa, se unía a las monjas en la oración de la tarde. Era un cuarto muy acogedor, austero, sólo tenía unos bancos y una mesita pero se sentía muy confortada en ese círculo de paz.
La madre no lo entendió así, le parecía tiempo perdido, no veía resultado en el aprendizaje de las labores, ella no percibía que lo que estaba haciendo era el aprendizaje de la vida y del servicio. Las monjas que la comprendieron desde el primer momento, se dieron cuenta que allí era feliz e intentaron retenerla. Fue inútil cuando su madre se proponía algo no había retroceso.
Era más fácil su relación con los adultos que con los niños. Sorprendentemente el desparpajo y la desinhibición con la que los niños hablan la hacían sentir avergonzada y su timidez se agudizaba aún más. No podía compartir juegos porque no disfrutaba. Era un adulto escondido en el cuerpo de una niña.
Pero por suerte se abrió una nueva puerta. Por propia iniciativa pidió permiso para estudiar danzas y se lo concedieron, fue su logro personal. La conjunción de la música y la danza la hacían vibrar y vivir con toda su intensidad, podía expresar sus miedos y alegrías, sus dolores y fantasías. Fue el lenguaje que le permitió liberarse y la acompañó toda la vida.
Pero había algo que se mantuvo como una constante, su disociación, cuando debía enfrentar cosas difíciles se enroscaba en si misma, oía y veía todo a través de una ventana, escuchaba su voz y observaba desde afuera, desde el espacio.
Sus mejores momentos eran cuando deambulaba por el campo como un animalillo salvaje, descalza y con pantaloncitos cortos, disfrutando con su amigo de correrías a la orilla de la laguna juntando conchillas que después decoraría. Volvía desgreñada, llena de arañazos de las plantas y moretones por los golpes pero conforme con la aventura, no se quejaba y su madre no lo notaba.
Adoraba la libertad y la lograba leyendo. Durante sus expediciones, eran los únicos momentos en que podía sentirla en la realidad, por ello se relacionaba mejor con varones, ellos no competían, ni lloriqueaban, compartían pequeños descubrimientos como grandes hechos históricos, ellos no preguntaban.