Se dio cuenta que aunque ocurrieran cosas desagradables se puede crecer, con muchas cicatrices pero haciéndose la promesa que tendría una familia distinta, una familia feliz, como la que representaba cuando jugaba con los lápices de colores, donde papá y mamá estaban juntos y querían mucho a sus hijitos. No repetiría errores.
Fue difícil crecer bajo el sometimiento, la amargura y el rencor, ya llegaba la adolescencia pero la infancia no se quería ir. Era el anclaje de una psiquis perturbada, era la casa protectora. Fue una transición larga donde convivieron ambas etapas. Para los demás era una adolescente, en su intimidad se encerraba y jugaba con sus muñecas como una niña.
Le costó hacer amigas, no podía abrirse y solo lograba compartir momentos, temporadas… pero más temprano o más tarde ese lazo se rompía.
Por más esfuerzo que hiciera en atarse a la niñez, la naturaleza era más fuerte y se impuso. Triunfó la adolescencia y con pena tuvo que dejar marchar la niñez, regalando sus juguetes y muñecas, menos una, la más linda y querida que su papá le regalara cuando cumplió doce años. Esa muñeca la acompañó por el camino de la vida.