Acompañado por mí amigo ingresé al palco del teatro Orfeo de Madrid; estábamos decididos a disfrutar de la obra que tan buenas críticas había conseguido.
Santiago, mi amigo, tiene dos particularidades bien definidas: ojos pequeños de mirar soñador con un dejo de tristeza, y un rictus nervioso en su boca, además viste elegante y peina el pelo ensortijado hacia atrás, con sencillez. Yo soy lo opuesto, y creo que por eso nos llevamos tan bien, nos complementamos.
Ubicados ya en nuestras butacas nos distrajimos mirando a la gente, inclinando la cabeza al cruzar miradas con alguien conocido. Un leve murmullo en el palco contiguo llamó nuestra atención, y… ¡vaya sorpresa!: Sofía hizo su aparición.
Sofía es una digna representante de la mujer de alta sociedad, cuya educación tan refinada le quita naturalidad a su expresividad. No es bella, tiene una sonrisa eterna que no se condice con la mirada misteriosa de esos bellos ojos celestes. Inmediatamente nos reconoció y su sonrisa se hizo más amplia, levantó con sutileza una mano en señal de saludo.
Rememoré los días de la Universidad y dije:
-¿Te acordás de las noches pasadas en casa de Sofía, estudiando las benditas matemáticas?
– ¡Cómo no hacerlo! –respondió Santiago-, si iban acompañadas de aquellas exquisitas comidas.
– Sí, es cierto, conformábamos un grupo estupendo, hasta que me enamoré de ella y vos te alejaste.
Santiago se calló.
Puesto que me encontraba sentado en el límite entre ambos palcos, escribí unas líneas detrás del programa y se lo alcancé a Sofía. Ella lo leyó y asintió.
-¿De qué se trató eso? -preguntó Santiago.
– La invité a que se nos uniera al final del espectáculo.
Miré a mi amigo y al encontrarlo taciturno, perdido en su mundo, me recordó viejas épocas.
Las luces se apagaron, el telón se levantó y luego del nutrido aplauso se hizo silencio, sólo se escucharon las voces de los actores que con su histrionismo lograron nuestra completa atención.
Ya en el final de la obra, miré de reojo a mi amigo y lo noté distraído. En ese momento concluyó y el público expresó su agrado con un prolongado aplauso. Volvieron las luces y salimos del palco. Fuera esperaba Sofía que se colgó de nuestros brazos y, así escoltada, bajó las escaleras mientras discutíamos el rumbo a tomar; ganó, por decisión de la mayoría, la casa de Sofía.
El trayecto es corto, los hombres fuimos en silencio y sólo se escuchaba el parloteo de ella. Su casa es la misma que visitábamos de jóvenes: la casa de sus padres.
Charlamos animadamente mientras comíamos unos bocaditos y tomábamos unas copas de vino. Me sorprendieron las miradas furtivas entre Sofía y Santiago. Traté de concentrarme en los leños de la chimenea en tanto decidía qué hacer. Algo ocurría entre ambos. Algo los incomodaba. Con mi mejor sonrisa solté:
-¿Qué está pasando aquí que yo desconozco?
Los colores no tardaron en subir al rostro de Sofía y con un imperceptible gesto, esperó a que fuera Santiago quien lo explicara.
Él se tomó su tiempo, cruzó las piernas, bebió un largo sorbo de vino, introdujo la mano en el bolsillo y la abrió ante mis ojos. En su palma estaba el camafeo del que Sofía jamás se desprendía.
Los miré en silencio, me levanté del sillón donde me encontraba hundido, reí hasta las lágrimas, los abracé y me senté a un costado y ellos se tomaron las manos. En ese momento comprendí algo que tuve frente a mí por años sin darme cuenta: el amor que Santiago tenía por Sofía, algo tan simple pero que él se ocupó de mantener escondido.
La noche fue envejeciendo, yo escuché la historia contada por ambos, que se miraban como tórtolas, y la luz de los leños encendidos proyectaba tres contornos contra la pared de la recámara.
Lelia Di Nubila