Los tres hombres cabizbajos, en una esquina de la sala velatoria, estaban abrumados por la situación. Comentaban los hechos y los dichos del pueblo sobre la tragedia. Las miradas ausentes no permitían hurgar en sus sentimientos.
¿Quién hubiera sospechado que el desenlace sería el suicidio?
María y Pablo, una pareja hermosa, vivían alegremente en la casa de campo. El lugar era rústico, de casas pobres de madera, con ese exterior tan descuidado que hace imaginar que su interior no es mejor, pero el paisaje, es bonito: el riachuelo que corre a la vera, los prados de la otra orilla, y esos caseríos en medio de bosquecillos hacen soñar con un entorno mejor.
La pareja se veía feliz aun en ese marco de pobreza, dedicaban sus días a las labores del establecimiento, siempre cordiales con los vecinos, siempre generosos y atentos.
Un día se sumó Flora, la hermana de María. Había enviudado muy joven, sin oportunidad de tener hijos y, por solidaridad, la invitaron a convivir con ellos.
Flora era rara, rígida en sus modales y no hacía ningún esfuerzo por esconder el malestar que le provocaba la situación, podía decirse que no agradecía la mano que se le tendía a pesar de la estrechez de la familia.
La rutina se modificó, los días resultaron más largos y más pesados, el ambiente perdió la cordialidad original y como si esto fuera poco, Fernando, primo de Pablo, apareció una mañana calurosa.
La llegada conmovió al matrimonio, una persona como él de mirada fría y carácter duro que se traslucía en sus gestos, acostumbrado a conseguir lo que se proponía sin importar cómo, no era de buen augurio.
Al concluir la jornada, se sentaron los cuatro a la mesa, silenciosos, cada uno atento a su plato; sólo se escuchaba el tintineo de las cucharas al chocar contra el borde de los platos. El golpe de la cuchara de Fernando al caer con fuerza hizo que las cabezas se levantaran a un tiempo.
El primo los estaba mirando con atención; con una mueca hosca les recriminó la vida que llevaban y… llegó la frase esperada:
-No puedo esperar más, ¡quiero el dinero que me deben!, el plazo ya pasó sobradamente y tengo un comprador para la granja.
Por el rostro de María resbalaron lágrimas de impotencia, su esposo la tomó de la mano y miró a su primo; tristemente sentía que la vida se desplomaba; al fin dijo con voz estrangulada:
-Por favor, Fernando, sólo un último plazo.
-No, ya esperé lo suficiente -fue la respuesta helada.
Semejante noticia dio por terminada la cena, las mujeres lavaron los enceres y limpiaron la cocina, en silencio, mientras los primos seguían sentados envueltos en un frío mutismo. Al momento de ir a dormir, hubo cruce de saludos entre las hermanas; los primos no se hablaron.
El matrimonio apenas discutió lo necesario para confirmar que no tenían el dinero para retener la granja, ese hogar que por años los había cobijado y donde eran felices. Estaban sometidos a la decisión de Fernando. Pablo tenía una expresión extraña, ausente, sentía que el problema era sólo suyo por no haber luchado lo suficiente.
Fue una larga noche, se revolvió en la cama hasta que su esposa se durmió. Se levantó con el mayor sigilo, abrió el ropero, tomó la escopeta y marchó al riachuelo.
En el silencio de la noche se escuchó el ruido seco del disparo. María saltó de la cama y corrió al exterior, la siguieron Fernando y Flora.
Los gritos de María eran desgarradores, mientras abrazaba a su marido, acunándolo como si de esa forma fuera a despertarlo; a pesar de los esfuerzos, Flora no consiguió desprenderla.
¿Qué hizo Fernando? Mirar, sólo mirar. Su rostro parecía esculpido en piedra.
Lelia Di Nubila