cuento

La Caja de los Tesoros

En casa de mi abuelo, guardada en el rincón más escondido del desván, había una caja cerrada con llave. Era una caja
de madera labrada a la que todos llamábamos “la caja de los tesoros”.
Nadie se animaba a preguntar que había dentro y menos pedir verla.
En nuestras correrías de niños muchas veces pasamos al lado de ella, la mirábamos con fascinación y continuábamos
nuestro camino.
Pasaron los años, crecimos, nos casamos, falleció el abuelo y la caja siguió guardada en el mismo lugar. Por ser la menor
de las nietas y no tener otro lugar donde vivir, quedé al cuidado de la vieja casona.
La amaba, era la historia misma de mi vida. Representaba el sintiempo porque allí me sentía niña, joven, mujer y madre,
era testigo de mi historia.
Como a casi todos nos ocurre un día nos levantamos decididos a ordenar algo, y para mi ese “algo” fue el desván.
Subí las escaleras como si recorriera el túnel del tiempo, telarañas en el techo, viejos muebles que no tuvimos corazón
para deshacernos con la convicción de que en algún momento alguno de la familia lo iba a necesitar. Cajas con libros y cuadernos escolares, literatura de todo tipo a la que alguna vez me había hecho adicta. Cajas de juguetes, recuerdos de infancia, míos y de mis hijos. Allí estaba, en el rincón de siempre “la caja de los tesoros”.
En mis recuerdos era grande y difícil de abrir, el misterio familiar, ahora la miraba con añoranza de los tiempos idos,
tristeza porque me recordaba a aquellos que ya habían partido y curiosidad por descubrir su contenido.
La levanté en mis manos, acaricié ese pequeño baúl y descubrí colgada por detrás una llavecita dorada, muy finita, y con
pequeñas ornamentaciones. Vacilé por un momento mientras recorría en mi memoria la película de mi infancia, tomé la llave y la abrí lentamente, ceremoniosamente, hasta que quedó a la vista su contenido, “los tesoros”. Viejas fotografías de otro siglo, una moneda, un frasquito con tierra, una piedra, un pañuelo bordado con las iniciales de mi abuelo, un rosario, una libreta que hacia las veces de Diario de Viajero, una estampita de la Virgen María y un dibujo hecho por un niño.
Mi corazón dio un vuelco, “la caja de los tesoros” no era otra cosa que los recuerdos que mi abuelo trajera de Italia
cuando vino a probar suerte en la Argentina, las fotos eran de sus padres y hermanos que habían quedado allá lejos “… en la Italia”, y a quienes nunca más vería, los otros recuerdos eran los que le había dado su madre, para que Dios y la Virgen lo protegieran, el pañuelo bordado por sus propias manos para enjugar sus lágrimas a la distancia, una pequeña roca y tierra para que no olvidara su origen, su pueblo.
Hoy la caja de los tesoros ocupa el espacio más importante de la casa, el comedor, para que me recuerde los orígenes de la familia… de ese abuelo que muy jovencito se alejó para siempre de los suyos escapando de la pobreza y en búsqueda de un futuro mejor. Pasó a ser el símbolo de la familia que con tanto esfuerzo y dolor logró fundar.

Lelia Di Nubila- libro «Reconociéndonos»

poema

El ángel que me guarda

El otro día un ángel me sopló al oído,
fue un suspiro.
Sólo un leve suspiro.
El otro día un ángel me dio un abrazo.
Fue apenas un roce.
El otro día un ángel me dijo: “No estás sola…”
Y con sus cálidas alas
abrazó mi cuerpo tembloroso
para que sintiera su presencia.
Un suspiro, un roce y su presencia en la nada
sólo eso, todo eso,
para saber que Él… mi ángel, está conmigo.

Lelia Di Nubila -libro Reconociéndonos

poema

Poema para ti

Ayer me vestí de rosas

Para perfumar el aire que te rodea.

Ayer me vestí de vientos

para soplarte al oído cuanto te quiero.

Ayer me vestí de nubes

para cubrirte de las inclemencias del sol.

Cuántas veces me visto de silencios

para penetrar tus pensamientos?, mas tú,

qué esperas?, para decirme que me quieres?

Lelia Di Nubila-libro Reconociéndonos

cuento

A la luz de los leños

Acompañado por mí amigo ingresé al palco del teatro Orfeo de Madrid; estábamos decididos a disfrutar de la obra que tan buenas críticas había conseguido.

Santiago, mi amigo, tiene dos particularidades bien definidas: ojos pequeños de mirar soñador con un dejo de tristeza, y un rictus nervioso en su boca, además viste elegante y peina el pelo ensortijado  hacia atrás, con sencillez. Yo soy lo opuesto, y creo que por eso nos llevamos tan bien, nos complementamos.

Ubicados ya en nuestras butacas nos distrajimos mirando a la gente, inclinando la cabeza al cruzar  miradas con alguien conocido. Un leve murmullo en el palco contiguo llamó nuestra atención, y… ¡vaya sorpresa!: Sofía hizo su aparición.

Sofía es una digna representante de la mujer de alta sociedad, cuya educación tan refinada le quita  naturalidad a su expresividad. No es bella, tiene una sonrisa eterna que no se condice con la mirada misteriosa de esos bellos ojos celestes. Inmediatamente nos reconoció y su sonrisa se hizo más amplia, levantó con sutileza una mano en señal de saludo.

Rememoré los días de la Universidad y dije:

-¿Te acordás de las noches pasadas en casa de Sofía, estudiando las benditas matemáticas?

– ¡Cómo no hacerlo! –respondió Santiago-, si iban acompañadas de aquellas exquisitas comidas.

– Sí, es cierto, conformábamos un grupo estupendo, hasta que me enamoré de ella y vos te alejaste.

Santiago se calló.

Puesto que me encontraba sentado en el límite entre ambos palcos, escribí unas líneas detrás del programa y se lo alcancé a Sofía. Ella lo leyó y asintió.

-¿De qué se trató eso? -preguntó Santiago.

– La invité a que se nos uniera al final del espectáculo.

Miré a mi amigo y al encontrarlo  taciturno,  perdido en su mundo, me recordó viejas épocas.

Las luces se apagaron, el telón se levantó y luego del nutrido aplauso se hizo silencio, sólo se escucharon las voces de los actores que con su histrionismo lograron nuestra completa atención.

Ya en el final de la obra, miré de reojo a mi amigo y lo noté distraído. En ese momento concluyó y el público expresó su agrado con un prolongado aplauso. Volvieron las luces y salimos del palco.  Fuera esperaba Sofía que se colgó de nuestros brazos y, así escoltada, bajó las escaleras mientras discutíamos el rumbo a tomar;  ganó, por decisión de la mayoría, la casa de Sofía.

El trayecto es corto, los hombres fuimos en silencio y sólo se escuchaba el parloteo de ella. Su casa es la misma que visitábamos de jóvenes: la casa de sus padres.

Charlamos animadamente mientras  comíamos unos bocaditos y tomábamos unas copas de vino. Me sorprendieron las miradas furtivas entre Sofía y Santiago. Traté de concentrarme en los leños de la chimenea en tanto decidía qué hacer. Algo ocurría entre ambos. Algo los incomodaba. Con mi mejor sonrisa solté:

-¿Qué está pasando aquí que yo desconozco?

Los colores no tardaron en subir al rostro de Sofía y con un imperceptible gesto, esperó a que fuera Santiago quien lo explicara.

Él se tomó su tiempo, cruzó las piernas, bebió un largo sorbo de vino, introdujo la mano en el bolsillo y la abrió ante mis ojos. En  su palma estaba el camafeo del que Sofía jamás se desprendía.

Los miré en silencio, me levanté del sillón donde me encontraba hundido, reí hasta las lágrimas, los abracé y me senté a un costado y ellos se tomaron  las manos. En ese momento comprendí algo que tuve frente a mí por años sin darme cuenta: el amor que Santiago tenía por Sofía, algo tan simple pero que él se ocupó de mantener escondido.

La noche fue envejeciendo, yo  escuché la historia contada por ambos, que se miraban como tórtolas, y la luz de los leños encendidos proyectaba tres contornos contra la pared de la recámara.

Lelia Di Nubila

poema

Tu signo

Esa figura inquieta que recorre la casa,
como si el apuro del siglo
se posara en sus espaldas.
El temperamento avasallante.
Sin perdonar errores,
ganando y perdiendo amigos cada día.
Acuario, te pinta madre, explosiva y ardiente,
luchando por darlo todo, sin perder nada.
Luchando a costa del mundo.
Siempre en crisis.
Siempre en la batalla.

Lelia Di Nubila  -libro «Reconociéndonos»